La desconfianza que generan tanto la televisión, en su idea de fomentar el entretenimiento a través de espacios musicales que suelen destacar por su escasez o mediocridad, como parte de la radio (fórmula) imponiendo agresivamente lo que debe escucharse, entre el consumo pactado y la fingida libertad de elección, es un resorte favorable para quienes desvían su mirada de las sombras hacia las posibilidades que nos ofrece la red global.
El acceso libre e ilimitado a cualquier tipo de música crea una sensación similar al fraude.Aunque los medios audiovisuales clásicos siguen eligiendo el trabajo de aquellos artistas que luego suenan hasta el agotamiento; hoy en cambio tenemos la oportunidad de conocer a grupos y solistas que difunden su obra mediante una página en internet y, cuyo nivel de calidad les debería suponer alternativas promocionales. Entonces, ¿Por qué la industria discográfica sigue filtrando lo que a su criterio puede generar mayores beneficios si el embudo que utiliza ya está teñido de óxido?.
Tras muchos años de influencia en un sector vulnerable del público, las viejas prácticas han perdido su efectividad.
Ahora que los límites de información se han ampliado, quienes decían que al margen de lo emitido por su frecuencia no había nada de interés, contemplan como ceden nuestras ataduras.
Aun así, la voz de las empresas del sector musical cambia de tono ante la sublevación. La tecnología ha abierto cientos de puertas que ocultaban a los artistas ignorados, pero sobre todo ha dejado de par en par una que es revolucionaria; la que permite descargar archivos en lugar de comprar circunferencias dentro de una caja.
Los autores piden soluciones al presidente, al ministerio de cultura y a la justicia. Se trata de los protegidos de las compañías y sociedades de gestión de derechos que se dividen en dos grupos; uno es el de los artistas que no perciben ingresos por su trabajo pero sí una enorme antipatía social, y otro el de los afortunados que lideran en ventas y actúan como delegación de su sello discográfico, capaz de perpetuarles en la radio mientras escupen discursos de ética a los ciudadanos.
Expresiones del tipo “descarga ilegal” en campañas de sensibilización y entrevistas acerca de la piratería, dan a entender que los archivos digitales de un particular sin ánimo de lucro están vinculados a una práctica delictiva, y esto ha causado una reacción de vehemencia frente al engaño. Robar es un delito, e infundir mala conciencia con razones ambiguas es censurable.
La voz de una cantante o la música de un grupo deberían abrirse paso por mérito propio sin el impulso de ventaja habitual, y hacer una copia privada no hunde a nadie en la miseria.
Mi lista de preferencias no baja ni sube posiciones, carece de sectarismo, y no vulnera el derecho penal.
En cierto modo, el temor a compartir archivos me recuerda a los monasterios Benedictinos que preservaban la cultura bibliográfica mientras el pueblo vivía en la ignorancia. Fue una labor natural para aquellos monjes que ni pinchaban discos ni cobraban comisiones. Y también hacían copias.
Valencia, 11/12/2008, Fernando Collado
Publicado en HOJA DIGITAL